El Pais

El plan sistemático de la dictadura para matar la palabra y la imagen convertidas en información

Durante el proceso fueron asesinados o desaparecidos 172 periodistas y trabajadores vinculados a la prensa.

 

Cuando se habla de 172 periodistas y trabajadores vinculados con la labor periodística asesinados o desaparecidos durante la dictadura militar, podría decirse sin lugar a dudas que se trató de un plan sistemático cuyo objetivo principal fue la muerte de la palabra y la imagen convertidas en información.

Al finalizar la dictadura, la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP), que presidió el escritor Ernesto Sábato, reunió en su informe 84 periodistas desaparecidos, cifra con datos que el gremio de prensa había podido recolectar a esa fecha.

En su informe, la CONADEP advierte que «no fue a causa de la casualidad o por error que es tan alta la cantidad de víctimas en proporción a los profesionales que integran el sector».

Esa cifra representaba el 1,6 por ciento del total de desaparecidos y asesinados antes y después del Golpe del 24 de marzo de 1976, y colocaba ese porcentaje entre los más altos en proporción al sector que representaban.

En 1986, la Asociación de Periodistas de Buenos Aires (ApBA) dio cuenta de 90 casos y a principios de la década del 2000 el gremio ya unificado en UTPBA elevó el número a más de 100.

Tuvieron que pasar 40 años del Golpe que instaló la dictadura para que una investigación realizada en el Registro Único de Víctimas del Terrorismo de Estado (RUVTE) de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación estableciera que fueron 172 los trabajadores de prensa y reporteros gráficos víctimas de desaparición forzada y asesinato por el accionar represivo del Estado entre 1976 y 1983.

Como quedó demostrado en los juicios de lesa humanidad, que permitieron la condena de los represores por los distintos crímenes cometidos, existieron órdenes, responsables de esas órdenes y planes en el accionar criminal del régimen que encabezó Jorge Rafael Videla, atacando indiscriminadamente a las víctimas, sobrepasando las fronteras con quienes habían calificado públicamente como «enemigos de la sociedad», justificando la represión de las «organizaciones subversivas».

La eliminación del enemigo interno a partir de presuntas órdenes impartidas en democracia engrosó, en el caso de los trabajadores de prensa, la enorme lista de víctimas que en su gran mayoría fueron secuestradas, torturadas y luego asesinadas en el primer año del régimen en los Centros Clandestinos de Detención (CCD), accionar que se extendió, según los registros, hasta 1983.

El 85 por ciento de los secuestros y asesinatos, según ese informe elaborado por los investigadores María Rosa Gómez y Matías Scheinig, se produjo en el área metropolitana.

Los nombres de Rodolfo Walsh, asesinado a manos de una patota de la ESMA, a la que enfrentó el 23 de marzo de 1977, cuando acababa de distribuir su «Carta Abierta a la Junta Militar»; del director y propietario del diario El Cronista Comercial, Rafael Perrota; del diputado, abogado y periodista Rodolfo Ortega Peña, del documentalista y cineasta Raymundo Gleyzer; del historietista Héctor Oesterheld, autor de «El Eternauta», y del escritor Haroldo Conti, que escribió la laureada novela «Mascaró el Cazador Americano«, tienen un común denominador en sus historia: el deber de informar y el reconocimiento del valor de la palabra y la imagen como herramientas apropiadas para ese propósito.

Cuando Walsh escribe aquel histórico texto, hoy de lectura obligatoria en las escuelas y carreras de periodismo, no escribe un panfleto político ni desde el lugar que había dejado en la conducción política de Montoneros, no se lo hubiera permitido.

Su denuncia está plagada de información pura, comprobada y demostrada en los hechos y en los expedientes que engrosaron años de investigación: denuncia que las victimas eran arrojadas al Río de la Plata (comprobado con los Vuelos de la Muerte), la participación de la CIA, las cifras de desaparecidos, los simulacros de enfrentamientos en los que blanqueaban los fusilamientos de los secuestrados, conforman su reclamo a los jerarcas del régimen.

Él sabe que es poco lo que puede modificar del accionar de los genocidas y se los dice: «Sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso de dar testimonio en momentos difíciles».

Esa información ha recorrido una cadena clandestina, obligada por las circunstancias a decir lo que otros no dicen.

«El valor de la información se mide por la cantidad de interrogantes que despeja», definía una ex director periodístico de NA.

En la calle, el valor de la información se fue convirtiendo en miedo y aislamiento en la sociedad, a medida que se iban acallando las voces y el monopolio de «la verdad» de lo que estaba ocurriendo fue la disputa que emprendieron los militares a través de sus estrategias informativas: la Armada instaló un centro de propaganda del régimen en Europa, el Centro Piloto de París.

Para ello utilizó prisioneros sobrevivientes a los que sometió a trabajo esclavo, y algunos cómplices civiles de la época que acompañaron el régimen.

Prominentes miembros del grupo de tareas de la ESMA que comandaba el represor Jorge «El Tigre» Acosta, como Ricardo Miguel Cavallo, se vanagloriaban de tener un secuestrado (no el único) especial: el archivo completo del diario «Noticias«.

En ese centro se instaló «La Pecera» y algunos de los sobrevivientes que declararon en los juicio pasaban horas leyendo y recortando diarios y revistas, la gloria antes del tiempo muerto sentados o acostados en «Capucha» o «Capuchita» aguardando su destino.

En dictadura se acostumbraba a informar y a leer entrelíneas, y se interpretaba con el menor margen de error los que no se podía decir en forma directa.

Cualquier desvío era motivo de un llamado de atención a los medios.

Revistas deportivas como «Goles Match» y la «página de los burros» de Clarín, por ejemplo, daban cuenta, entre otros, de lo que sucedía.

El exilio también creó anticuerpos y aquel proyecto de los marinos de la ESMA fue un fracaso ante las denuncias internacionales en su contra y las propias denuncias de quienes habían sido llevados como prisioneros.

La Guerra de Malvinas fue abriendo surcos en el monopolio informativo.

La agencia Noticias Argentinas fue clausurada durante el conflicto bélico por cinco días en los que pasó a transmitir en forma «semiclandestina».

Otros medios sufrieron también sanciones y entre aquellos surcos surgieron nuevos espacios.

Tras ocho años de oscurantismo, se anunció el advenimiento de nueva época.

Al decir de Oesterheld, «la realidad se modifica constantemente» y el deber del periodista va a ser siempre el de informar, aunque en ello le vaya la vida «en tiempos difíciles».

Pluma de Río

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