Después de un temprano encarcelamiento en Devoto en tiempos de Onganía, dejó la militancia en el MLN y aterrizó como peludo de regalo en una dependencia cartográfica estatal, donde se pasó nueve años dibujando y sombreando mapas. Con un premio De Ridder pudo comprarse una casa sin luz y sin agua, pero con amarradero propio en una isla del Tigre.
Separado, sin trabajo y con todo el tiempo del mundo a su disposición, Eguía se instaló allá a continuar con su saga paralela (por un lado, los utensilios domésticos con patas que representaban la vida propia de los objetos; y por el otro, las batallas de amor que despojaban de vida propia a sus hombres y mujeres). Pero en aquellas largas jornadas en el Tigre descubrió otro formidable escenario de paradojas silenciosas: puertas afuera, en el agua y la niebla y los pajonales del Delta.
Vale la pena oír a Eguía hablar del Tigre: “Era muy agreste la cosa, puro matorral al bajar de la casa. Y a partir de cierta hora todo se ponía del mismo color: si dejabas una herramienta afuera, la perdías. Una mañana de mucha niebla, salí temprano al embarcadero y vi, entre la bruma, un cogote como de un metro de diámetro que aparecía y volvía a sumergirse en el agua, río arriba. Había mucha corriente, y el monstruo se fue acercando al embarcadero desde donde yo miraba paralizado. Hasta que, al pasarme enfrente, vi que era un árbol. Al rolar, las ramas producían ese efecto Loch Ness”.
Dice Eguía que había animales distintos según las horas. “Tenías los del atardecer, que son los más plañideros; tenías la hora del murciélago, cuando salen a cazar y parecen pañuelos volando; tenías las culebritas que salen a buscar crías de anguila y las arrastran a la orilla porque en el agua no pueden deglutir; tenías las luciérnagas, que eran una cosa preciosa, con ese trazo de luz que van dejando en el aire como cuando ponés un palo al fuego y después lo movés. Me podía pasar horas mirando cómo se iba abriendo la crisálida de un alguacil hasta que aparecía el alguacil. ¿Sabías que se abre por la espalda, como el cierre de un vestido de mujer?”.
En algún momento de los últimos años, Eguía dejó de ser un secreto entre iniciados, un pintor para pintores. En algún momento, también, vendió aquella casa del Tigre y volvió a la ciudad. Lo que más extraña, dice, son los bichos. “En Buenos Aires se acabaron las luciérnagas. Por suerte, cuando sopla viento norte siguen apareciendo bichos raros, si estás en un plaza y mirás atentamente.”
Este artista que llegó a Buenos Aires desde el Sur profundo es, ante todo, un dibujante. La poética de su trazo es inconfundible, es dueño del arte de la invención. Los artistas plásticos, por otra parte, reconocen en él a un virtuoso de la técnica de la acuarela, exquisito y audaz en la exploración de sus posibilidades.
Ha creado una galería de seres –Vociferantes, Narices, Dientudos, unos mosquitos como helicópteros, unos cochecitos como coleópteros, unos Ayudantes como pulpos o arañas, panes, teteras y tazas de té a los que les crecen pies, manos, bocas– que irrumpieron casi todos bastante temprano en su galería de imágenes y se fueron quedando.
Cada tanto reaparecen, se transforman o simplemente vuelven. Además se representa con frecuencia a sí mismo, sobre todo en los últimos años, a veces en escenas alegóricas o falsamente moralizantes, otras veces en actividades de alto voltaje erótico. También pinta paisajes, casi todos ellos del Tigre, en los que no es raro encontrar el despliegue de batallas, tragedias y comedias fabulosas entre criaturas desmesuradas.

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